-"Cuando yo uso una palabra..., quiere decir lo que yo quiero que diga, ni más ni menos".
De Alicia en el país de las maravillas.
El feeling de Pep Guardiola, el entrenador del Barcelona, le susurró que había llegado la hora de traspasar a Samuel Eto'o. Fue por cuestión de feeling, también, que Arsène Wenger vendió a Thierry Henry al Barcelona; que Luis Aragonés descartó a Raúl para la selección española; que, yendo mucho más atrás, el seleccionador inglés Alf Ramsey optó durante el Mundial de 1966 por eliminar de su once preferido a Jimmy Greaves, el mejor goleador de su país en aquel momento.
En todos los casos se generó una gran polémica, complicada aún más por la imposibilidad de refutar con argumentos racionales a los que estaban en contra. Guardiola, habitualmente un tipo de ideas muy claras, fue incapaz de explicar por qué se había quitado de encima al excelente Eto'o. No encontró palabras ni en español ni en catalán para expresarse y tuvo que recurrir a aquello del feeling, una palabra en inglés cuya traducción literal al español sería "sentimiento", pero cuyo significado real es aún más impreciso y etéreo.
El problema es que había entrado en el terreno inescrutable de la intuición. No existen mapas aún para aquellas partes del cerebro que nos avisan -a través de señales eléctricas, se supone- de que no deberíamos fiarnos de determinada persona que acabamos de conocer; de que, si entramos al bosque por ese sendero, vamos a dar con un lobo feroz; de que enamorarnos de ese hombre o esa mujer nos va a traer muchas penas; de que la permanencia del jugador X, por bueno que sea, será nociva para la psicología colectiva del equipo.
La decisión del entrenador se dificulta todavía más cuando el jugador del que se trata se ha convertido para la afición -organismo social que se guía por el más puro feeling, sin que apenas entre en juego la razón- en una vaca sagrada. Tal fue el caso de Henry, la gran figura de un Arsenal triunfador. Pero la intuición de Wenger le convenció de que Henry se había convertido en una losa para el conjunto de los jugadores, de que su abrumadora presencia en el vestuario resultaba asfixiante para los demás, de que impedía su desarrollo colectivo y personal. Lo vendió, y parece que tuvo razón. El Arsenal, es verdad, no ha ganado ningún trofeo desde la salida del francés, pero sí ha ganado en juego. Futbolistas como Cesc y Van Persie han vivido una especie de liberación cuyo fruto se está viendo, más que nunca, esta temporada.
El caso de Greaves, el crack indiscutido del fútbol inglés en la primera mitad de los años sesenta, fue más contundente. Ramsey lo reemplazó con el menos sonado Geoff Hurst e Inglaterra ganó la Copa del Mundo con tres goles de Hurst en la final contra Alemania.
Ninguno de estos casos ingleses, sin embargo, es comparable al de Raúl, vaca sagrada no sólo para la afición, sino también para los medios deportivos españoles. Este fenómeno no se da en los medios ingleses, más irreverentes que los españoles, del mismo modo que la sociedad inglesa es más irreverente que la española. La decisión de Luis de apartarlo de la selección fue valiente, pero, como se ha visto, acertada. No es que Raúl sea mala persona ni mal jugador, pero Luis intuyó que la química del equipo -química: otra palabra difícil de explicar en este contexto- mejoraría con su ausencia. Del Bosque, pese al clamor de ciertos sectores para que lo reincorpore, comparte el feeling de que su presencia no ayudaría a que España repitiese en el Mundial de 2010 lo que logró en la Eurocopa de 2008.
Mucho más difícil que Luis, incluso, lo tendría Manuel Pellegrini, el actual entrenador del Madrid, si se le llegase a ocurrir que la losa psicológica que inhibe a su equipo es el capitán. A Wenger le habría costado mucho más descartar a Henry si no hubiese ocupado el banquillo durante una década. Pellegrini no sólo tendría el problema de que lleva apenas seis meses en el Madrid, sino también el de que la casi totalidad de la prensa capitalina y de más allá ha convertido a Raúl en una especie de Maradona español. Es decir, en un dios. Y a un dios no hay feeling que le venza.
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